Contra las cuerdas

Los grandes, los más grandes, son definitivamente grandes cuando utilizan la inteligencia y simulan ser pequeños. Hay dos ejemplos de esa grandeza, ambos de 1974. Todos los aficionados al boxeo conocen el Rumble in the jungle, el legendario combate que enfrentó en Kinshasa (Zaire, hoy Congo) a Muhammad Ali y George Foreman. No fue una pelea vistosa. En realidad, fue un gran engaño. Fue un engaño universal perpetrado por un timador exquisito, Muhammad Ali, para convertir en víctima al boxeador más fuerte de la época.

La historia es conocida. Foreman era una fiera de 25 años, con 1,93 de estatura y 100 kilos de peso. Sus puños pegaban como mazas. Ninguna persona sensata habría jugado con él. Pero a Ali (1,91, 98 kilos y ya 34 años) le habían llamado El loco de Louisville cuando era joven y se llamaba Cassius Clay, y decidió jugar. Para que la trampa funcionara resultaban esenciales dos cosas: la firmeza de la mente y la elasticidad de las cuerdas. Lo demás era sólo inteligencia, y a Ali le sobraba. Ali dedicó meses a provocar a Foreman. Le llamó «Tío Tom», «esclavo», «blanquito» y cualquier otra cosa que pudiera enfurecer a un negro. Cuando subió al cuadrilátero, Foreman estaba dispuesto a matar. En el primer asalto, Ali se cuidó de aumentar la rabia del rival: bailaba, le tocaba la cara y le hacía muecas. Muchos espectadores creyeron que Ali iba a morir sobre la lona. Y se convencieron de ello a partir del segundo asalto, cuando Ali se acurrucó en un rincón y dejó que Foreman golpeara, y golpeara, y golpeara. Ali sólo se cubría la cabeza y se hundía contra las cuerdas. Buscaba el abrazo y apoyaba todo su peso en Foreman. Parecía muerto. Sólo él sabía que descansaba.

Como decía, la historia es conocida. En el octavo asalto, Foreman estaba exhausto. Había pegado como nunca en su vida, y Ali seguía allí, diciéndole «George, un poco más fuerte», «George, ¿eso es todo?», «George, esperaba más de ti». Ali salió de las cuerdas, dio unos cuantos golpes a un adversario que se había desarbolado a sí mismo y le dejó fuera de combate.

Algo no muy distinto ocurrió aquel año en la final del Mundial. El mejor equipo del momento, Holanda, se enfrentaba a la selección anfitriona, Alemania. El seleccionador alemán, Helmut Schoen, había preparado una táctica que incluía una presión alta, en el medio campo, para que los temibles holandeses no se acercaran demasiado al área, y un marcaje personal a Cruyff por parte de un centrocampista, Rainer Bonhof. El auténtico jefe, sin embargo, decidió que se jugaría de otra forma. Beckenbauer, a quien Schoen prefería no llevar la contraria, ordenó que fuera Vogts, el lateral derecho, quien marcara a Cruyff, y llevó al equipo hacia atrás, dejando el campo y el balón a los pies de Holanda. José Mourinho debe haber visto bastantes veces ese partido. Holanda marcó de penalti tras 17 toques sin que los alemanes hubieran olido el balón. El asunto parecía concluido. Pero ocurrió exactamente lo que esperaba Beckenbauer, que había previsto un gol en contra aunque no tan pronto. Los holandeses empezaron a gustarse, a buscar el quinto gol antes del segundo, a marear con rondos en el centro del campo. Johnny Rep, extremo derecho del equipo naranja, comentó luego que ese gol tempranero fue una maldición. Cuando quisieron darse cuenta, Alemania había remontado. Lo hizo con un penalti no muy claro y un remate ratonero de Torpedo Muller.

En el segundo tiempo, Alemania se encajó contra las cuerdas y se limitó a resistir, mientras la gran Naranja Mecánica sufría un visible ataque de ansiedad. Alemania, segunda en 1966, tercera en 1970, campeona de Europa en 1972, era un equipazo. Pero supo disfrazarse de equipito y aceptó hacerlo en Múnich, ante su público, con tal de ganar la Copa del Mundo. Meses después de aquella final, Beckenbauer comentó que lo esencial había sido un detalle: «Teníamos que marcar bien a Cruyff y dejar que se confiaran, con el fin de igualar el juego y que el partido se decidiera en las porterías: nosotros sabíamos que teníamos al mejor portero, y ellos no lo tenían». El alemán Sepp Maier, neurótico e imprevisible, poseía unos reflejos extraordinarios y una gran capacidad de concentración. Era un gato bajo los palos, ideal para una defensa cerrada. Jan Jongbloed, el portero holandés, jugaba en segunda división, fumaba un par de paquetes al día y funcionaba mucho mejor con los pies que con las manos. Era el eslabón más débil. Yo creeré que la selección española es la mejor selección de todos los tiempos, o al menos comparable con el Brasil de 1970, el día en que a este grupo le fallen las fuerzas o se enfrente a un rival que se crea más potente, y sepa disfrazarse de equipito para ganar un partido vital.